viernes, 22 de marzo de 2024

 


Aquí les dejo el principio de mi próximo texto, que se tratará de las memorias de mis vivencias reales, acontecidas durante todo el año pasado (2023), después de haber finalizado mi último libro, ONIX-Mundo cero, que acabo de presentarles.  
Continuará...

Por esta luz que me alumbra

julio de 2023

 

—Señora… — comenzó el galeno sin apartar la vista de la pantalla, le explico el tratamiento.

Mientras recitaba diversos métodos de tortura, sin apartar sus ojos del ordenador: ablaciones, extirpaciones y diferentes sustancias tóxicas; tuve que hacer gestos hacia mi hija Marisa, sentada a mi flanco derecho, para que cerrara la boca porque —la conozco—, estaba a un tris de soltar algún improperio. Más que nada en el momento que el galeno soltó lo de que “la gente, en su ignorancia atribuye el cáncer a emociones negativas o stress, cuando su origen puede ser un simple microbio” —dijo así: microbio; ni bacteria ni nada, para que los ignaros lo entendiéramos.

 El doctor seguía con su cátedra, sin apartar nunca los ojos del aparato: “Primero le haremos unos cuántos análisis — achicó los ojos para fijarse en el dato de mi edad, en pantalla—, dado sus años, establecer si su cuerpo está en condiciones de tolerar el tratamiento, debido a que la sustancia que se le administrará es altamente tóxica, y la puede matar.

—Perdón doctor —lo interrumpí con impertinencia—, antes de que prosiga le hago saber, desde ya, que ese tratamiento de ninguna manera lo voy a seguir; para morirme, puedo hacerlo yo sola, sin veneno alguno, soy contraria al suicidio.

El médico apartó su vista de la pantalla —por primera vez—, para mirarme con ojos, esta vez bien abiertos por el asombro.

No estaba acostumbrado a que ningún paciente le interrumpiera en sus mandatos doctos, de forma decidida, y menos a que declarara con firmeza, que no estaba dispuesto a seguir sus indicaciones.

 Por el contrario: la mayoría se presenta a la entrevista con un renombrado oncólogo —como era el caso—, derrotados, con los hombros caídos en una actitud de desánimo total, temblorosos, entregando la responsabilidad de su vida y su muerte, a otro, porque ha perdido toda intención de hacerse cargo de ellas: el miedo ha colonizado su voluntad, y suplantado todo poder de decisión. La palabra: cáncer, pesa en los hombros de la gente como diez mil quilos de plomo, o un camión repleto de basura: como prefieran.

De manera que una señora, de edad avanzada, una vieja, ¡vamos!, que salte a replicar con ese brío, y, además, con sorna, no era el desarrollo habitual de las entrevistas en el consultorio del Dr. De la Planta en su Clínica Oncológica: Feel Good, (no es broma: tal clínica existe) en Clarens, Suiza.

Quiero presentarles al Dr. De la Planta, para que conozcan a este singular personaje, porque él representa el paradigma del médico de los viejos tiempos (aunque este espécimen era joven): cuando el ser humano ascienda en su evolución este personaje será obsoleto.

La enfermera nos hizo pasar al consultorio y nos indicó tres sillas frente al escritorio, detrás del cual esperaba la butaca vacía del doctor. Una gran pantalla de ordenador (símbolo protagónico sine qua non de estos tiempos), campeaba esplendente encima del escritorio. A mi izquierda se sentaba mi sobrino y a la derecha mi hija.

El doctor hizo entonces su aparición triunfal: sonrisa ganadora de Kolinos, revoleando las llaves del auto en su dedo índice, camisa de mangas cortas, en colores vivos: rojo, verde, amarillo, azul eléctrico, con imágenes de papagayos y cotorras, toda la fauna y flora tropical en su estampado, como si estuviera veraneando en las Fiji. Era su manera de exponer y trasmitir la joie de vivre a sus clientes (que no consultantes), lo mismo que el nombre de su clínica: Feel Good. Descacharrante. Sobre todo, para los afectados con el cangrejo (cáncer), que estaban en la sala de espera: ojerosos apesadumbrados, algunos con turbante para disimular la pérdida de sus cabellos.

Aclaro: al salir de la clínica nos topamos con el reluciente Masserati color ciclamen que el doctor había dejado aparcado a la entrada de su clínica, correspondiente al llavero que bailaba entre las manos del catedrático. No hay dudas, la clínica Feel Good marchaba viento en popa!

El alegre doctor, después de un sintético saludo sin mirarnos apenas, tomó asiento en su trono, poniendo toda su atención en la pantalla, para comenzar la exposición descrita más arriba.

Ya conté de mis miradas a mi hija para mantener su boca cerrada; en cambio, mi sobrino Ricardo, a mi izquierda, estaba mudo, pero observé que el color de su tez había adquirido poco a poco un color blanquecino muy acentuado.

Cuando, al fin, salimos de la clínica Feel Good: para nunca volver, me enteré del porqué del color ceniciento de mi sobrino: había experimentado los efectos de esa frase tan peculiar que usan los francófonos cuando algo les cae muy mal: “ça me fait chier”. En efecto: salió corriendo en busca del toilette.

El miedo es el arma mortal que la sociedad, con sus conceptos aniquilantes, ha instaurado en el ser humano inconsciente, quitándole todo su poder.

El miedo es frío: es ese frío que sientes en la nuca, es el temblor de esa sombra andrajosa que flota en la oscuridad, es esa piedra en el pecho que te paraliza y destruye tu fuerza vital.

Si hay algo que nunca apareció en este periplo es el miedo. Soy Sagitario: un centauro con una flecha apuntando al cielo y los pies bien asentados en la Pachamama, no me dejaría amedrentar por un simple crustáceo con cinco pares de patas rusas, de marcha torcida, aunque el primer par terminen en pinzas con dientes: para comerte mejor.  

 

Las células sanas que componen el cuerpo humano: son luminosas: luz cálida.

Las células del cangrejo, son frías, no tienen luz: han perdido su fuerza vital: han sido contaminadas por el miedo.

Es lógico: el miedo es esa semilla que ha sido sembrada por las creencias (religiones, etc.) para dominarnos y que nosotros hemos hecho germinar con nuestra inconsciencia, abdicando de nuestra libertad.

La conciencia es todo el poder que tiene el ser humano. La conciencia es luz.

Esta iba a ser la batalla de siempre: Luz contra sombras. Nada nuevo en esta civilización bipolar.

 

 

 

Mucho cuidado al expresar un deseo: ¡se cumple!

Estábamos a finales de diciembre de 2022. Ya había pasado mi cumpleaños, la parafernalia en torno a las fiestas navideñas, y los cánticos esclavistas de los mandatarios en torno a su conveniente crisis sanitaria.

Estaba también finalizando mi libro: Ónix – Mundo Cero, cuyo subtitulo, inspirado en esa élite al mando es: Los psicópatas del poder.

Una mañana de ese diciembre, apenas abrir los ojos, aún medio dormida, tuve una visión fugaz: un flash de un instante, ya que de inmediato mi mente-gato (mentecato), intervino y la imagen se desvaneció.

Dicha imagen fue la de un enorme ser luminoso ante mí, con sus alas extendidas, lo que en el imaginario colectivo se traduce con el nombre de ángel.

Lo dicho: ninguna mente-gato enarbolando su razón raquítica, puede aceptar un evento así: es una alucinación te dirá; estabas aún dormida; fue tu desbocada imaginación; ¿en verdad fue eso lo que vi?; me habré confundido. Lo cierto es que, en ese instante fugaz, el ángel tuvo tiempo de comunicarme una frase: “Cuando finalices te tienes que ir”

“¡La pucha!” Recuerden: yo estaba finalizando el último tramo de mi novela, cuyo argumento trata sobre psicópatas y se desarrolla en “el más allá”. Pensé, aún, que mi psiquis podía haberse sugestionado por meterme en esos berenjenales.

Con ese estado neurótico de mi mente-gato, estado intrínseco de ellas, formulé un deseo, otra de las liviandades de esa mente inconsciente que no sabe del poder de las manifestaciones que hace, ni mucho menos puede captar que dichas declaraciones se harán realidad, porque una mente-gato, dista mucho de conocer que el ser humano es cocreador de la realidad: lo que decretas, ¡lo creas!

Así fue como, desde la inconsistencia de mi mente concreta me permití enredarme en sus dudas y jugar con las apuestas, como haría un ser inmaduro e irresponsable: si el mundo de lo invisible a nuestros ojos, a nuestros sentidos pegados a la materia y a nuestras escuálidas razones, no es real, porque según me dijo Aristóteles: “si no se puede medir ni pesar, ¡no es real!” Si todas estas creencias que tuve hasta ahora no son verdades, si ese ángel grande y luminoso que vi por un instante ante mis ojos es real: ¡quiero una prueba!

Y… allí comenzó todo

Lo dicho: no juegues ni hagas desde tu ignorancia supina, lo que desde ella no alcanzas a entender, porque lo que pides: te llega.

Una cosa es segura, la prueba que recibes consta de tres condiciones:

 1) Será acorde a tu capacidad para resolverla: los seres de Luz son compasivos

2) Te acompañan en el trayecto, lo sientes.

3) No te queda ninguna duda: aprendiste.

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