Por
esta luz que me alumbra
julio
de 2023
—Señora… — comenzó el galeno sin
apartar la vista de la pantalla, le explico el tratamiento.
Mientras recitaba diversos métodos de tortura, sin apartar sus ojos del ordenador:
ablaciones, extirpaciones y diferentes sustancias tóxicas; tuve que hacer
gestos hacia mi hija Marisa, sentada a mi flanco derecho, para que cerrara la
boca porque —la conozco—, estaba a un tris de soltar algún improperio. Más que
nada en el momento que el galeno soltó lo de que “la gente, en su ignorancia
atribuye el cáncer a emociones negativas o stress, cuando su origen puede ser
un simple microbio” —dijo así: microbio; ni bacteria ni nada, para que los
ignaros lo entendiéramos.
El doctor seguía con su cátedra, sin apartar
nunca los ojos del aparato: “Primero le haremos unos cuántos análisis — achicó
los ojos para fijarse en el dato de mi edad, en pantalla—, dado sus años,
establecer si su cuerpo está en condiciones de tolerar el tratamiento, debido a
que la sustancia que se le administrará es altamente tóxica, y la puede matar.
—Perdón doctor —lo interrumpí con
impertinencia—, antes de que prosiga le hago saber, desde ya, que ese
tratamiento de ninguna manera lo voy a seguir; para morirme, puedo hacerlo yo
sola, sin veneno alguno, soy contraria al suicidio.
El médico apartó su vista de la
pantalla —por primera vez—, para mirarme con ojos, esta vez bien abiertos por
el asombro.
No estaba acostumbrado a que ningún
paciente le interrumpiera en sus mandatos doctos, de forma decidida, y menos a
que declarara con firmeza, que no estaba dispuesto a seguir sus indicaciones.
Por el contrario: la mayoría se presenta a la
entrevista con un renombrado oncólogo —como era el caso—, derrotados, con los
hombros caídos en una actitud de desánimo total, temblorosos, entregando la
responsabilidad de su vida y su muerte, a otro, porque ha perdido toda
intención de hacerse cargo de ellas: el miedo ha colonizado su voluntad, y
suplantado todo poder de decisión. La palabra: cáncer, pesa en los hombros de
la gente como diez mil quilos de plomo, o un camión repleto de basura: como
prefieran.
De manera que una señora, de edad
avanzada, una vieja, ¡vamos!, que salte a replicar con ese brío, y, además, con
sorna, no era el desarrollo habitual de las entrevistas en el consultorio del
Dr. De la Planta en su Clínica Oncológica: Feel Good, (no es broma: tal
clínica existe) en Clarens, Suiza.
Quiero presentarles al Dr. De la
Planta, para que conozcan a este singular personaje, porque él representa el
paradigma del médico de los viejos tiempos (aunque este espécimen era joven):
cuando el ser humano ascienda en su evolución este personaje será obsoleto.
La enfermera nos hizo pasar al
consultorio y nos indicó tres sillas frente al escritorio, detrás del cual
esperaba la butaca vacía del doctor. Una gran pantalla de ordenador (símbolo
protagónico sine qua non de estos tiempos), campeaba esplendente encima
del escritorio. A mi izquierda se sentaba mi sobrino y a la derecha mi hija.
El doctor hizo entonces su aparición
triunfal: sonrisa ganadora de Kolinos, revoleando las llaves del auto en su
dedo índice, camisa de mangas cortas, en colores vivos: rojo, verde, amarillo,
azul eléctrico, con imágenes de papagayos y cotorras, toda la fauna y flora
tropical en su estampado, como si estuviera veraneando en las Fiji. Era su
manera de exponer y trasmitir la joie de vivre a sus clientes (que no
consultantes), lo mismo que el nombre de su clínica: Feel Good.
Descacharrante. Sobre todo, para los afectados con el cangrejo (cáncer), que
estaban en la sala de espera: ojerosos apesadumbrados, algunos con turbante
para disimular la pérdida de sus cabellos.
Aclaro: al salir de la clínica nos
topamos con el reluciente Masserati color ciclamen que el doctor había dejado
aparcado a la entrada de su clínica, correspondiente al llavero que bailaba
entre las manos del catedrático. No hay dudas, la clínica Feel Good
marchaba viento en popa!
El alegre doctor, después de
un sintético saludo sin mirarnos apenas, tomó asiento en su trono, poniendo
toda su atención en la pantalla, para comenzar la exposición descrita más
arriba.
Ya conté de mis miradas a mi hija
para mantener su boca cerrada; en cambio, mi sobrino Ricardo, a mi izquierda,
estaba mudo, pero observé que el color de su tez había adquirido poco a poco un
color blanquecino muy acentuado.
Cuando, al fin, salimos de la clínica
Feel Good: para nunca volver, me enteré del porqué del color ceniciento
de mi sobrino: había experimentado los efectos de esa frase tan peculiar que
usan los francófonos cuando algo les cae muy mal: “ça me fait chier”. En efecto: salió corriendo en busca del
toilette.
El miedo es el arma mortal que la
sociedad, con sus conceptos aniquilantes, ha instaurado en el ser humano inconsciente,
quitándole todo su poder.
El miedo es frío: es ese frío que
sientes en la nuca, es el temblor de esa sombra andrajosa que flota en la
oscuridad, es esa piedra en el pecho que te paraliza y destruye tu fuerza
vital.
Si hay algo que nunca apareció en
este periplo es el miedo. Soy Sagitario: un centauro con una flecha apuntando
al cielo y los pies bien asentados en la Pachamama, no me dejaría amedrentar
por un simple crustáceo con cinco pares de patas rusas, de marcha torcida,
aunque el primer par terminen en pinzas con dientes: para comerte mejor.
Las células sanas que componen el
cuerpo humano: son luminosas: luz cálida.
Las células del cangrejo, son
frías, no tienen luz: han perdido su fuerza vital: han sido contaminadas por el
miedo.
Es lógico: el miedo es esa semilla
que ha sido sembrada por las creencias (religiones, etc.) para dominarnos y que
nosotros hemos hecho germinar con nuestra inconsciencia, abdicando de nuestra
libertad.
La conciencia es todo el poder que
tiene el ser humano. La conciencia es luz.
Esta iba a ser la batalla de
siempre: Luz contra sombras. Nada nuevo en esta civilización bipolar.
Mucho cuidado al expresar un deseo: ¡se
cumple!
Estábamos a finales de diciembre de
2022. Ya había pasado mi cumpleaños, la parafernalia en torno a las fiestas
navideñas, y los cánticos esclavistas de los mandatarios en torno a su
conveniente crisis sanitaria.
Estaba también finalizando mi libro:
Ónix – Mundo Cero, cuyo subtitulo, inspirado en esa élite al mando es: Los
psicópatas del poder.
Una mañana de ese diciembre, apenas
abrir los ojos, aún medio dormida, tuve una visión fugaz: un flash de un
instante, ya que de inmediato mi mente-gato (mentecato), intervino y la imagen
se desvaneció.
Dicha imagen fue la de un enorme ser
luminoso ante mí, con sus alas extendidas, lo que en el imaginario colectivo se
traduce con el nombre de ángel.
Lo dicho: ninguna mente-gato
enarbolando su razón raquítica, puede aceptar un evento así: es una alucinación
te dirá; estabas aún dormida; fue tu desbocada imaginación; ¿en verdad fue eso
lo que vi?; me habré confundido. Lo cierto es que, en ese instante fugaz, el
ángel tuvo tiempo de comunicarme una frase: “Cuando finalices te tienes que ir”
“¡La pucha!” Recuerden: yo estaba
finalizando el último tramo de mi novela, cuyo argumento trata sobre psicópatas
y se desarrolla en “el más allá”. Pensé, aún, que mi psiquis podía haberse
sugestionado por meterme en esos berenjenales.
Con ese estado neurótico de mi
mente-gato, estado intrínseco de ellas, formulé un deseo, otra de las liviandades
de esa mente inconsciente que no sabe del poder de las manifestaciones que
hace, ni mucho menos puede captar que dichas declaraciones se harán realidad,
porque una mente-gato, dista mucho de conocer que el ser humano es cocreador de
la realidad: lo que decretas, ¡lo creas!
Así fue como, desde la inconsistencia
de mi mente concreta me permití enredarme en sus dudas y jugar con las
apuestas, como haría un ser inmaduro e irresponsable: si el mundo de lo
invisible a nuestros ojos, a nuestros sentidos pegados a la materia y a
nuestras escuálidas razones, no es real, porque según me dijo Aristóteles: “si no
se puede medir ni pesar, ¡no es real!” Si todas estas creencias que tuve hasta
ahora no son verdades, si ese ángel grande y luminoso que vi por un
instante ante mis ojos es real: ¡quiero una prueba!
Y… allí comenzó todo
Lo dicho: no juegues ni hagas desde
tu ignorancia supina, lo que desde ella no alcanzas a entender, porque lo que
pides: te llega.
Una cosa es segura, la prueba que
recibes consta de tres condiciones:
1) Será acorde a tu capacidad para resolverla:
los seres de Luz son compasivos
2) Te acompañan en el trayecto, lo
sientes.
3) No te queda ninguna duda: aprendiste.
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