domingo, 8 de marzo de 2020

PUNTA DEL DIABLO



PUNTA DEL DIABLO

Este va para las mujeres que no necesitan taconear fuerte declamando sus arengas, sino que siempre tienen una habitación pronta para quien se pierda. (Y también  para mi querido sobrino "el Colo" que vive en el paraíso).

 Primera parte

 Mónica entró en escena taconeando fuerte. Era lo que hacía cuando estaba en modo teatral. De inmediato soltó su parlamento:
     Alfredo, tenemos que hablar, ¡sabes de sobra que esto no está funcionando!
Mientras hablaba iba despojándose de su chaqueta color herrumbre -con ribetes de cuero bordó en puños y cuello- la cual lanzaba con furia al manso sillón color crema, mientras, iba recorriendo la sala a grandes zancadas, hiriendo el parquet con saña.
     ¡No soporto más esta convivencia!, o te vas tú o me iré yo. Ya sabes que prefiero que seas tú el que deje la casa.
Yo como es habitual estaba mudo. Nunca me gustó mucho el melodrama. Así que dejé el libro que había estado leyendo sobre la mesa, e hice mutis por el foro, sin que se notara el menor ruido cuando cerré la puerta de calle.
Conociéndola debe haber seguido con su parlamento y taconeo, un buen rato antes de percatarse de mi ausencia.
Me subí al auto sin ningún rumbo, solo quería alejarme de la escena. Vana pretensión, por más distancia física que pusiera, mi mente, cual proyector atascado seguía pasando esa única toma, una y otra vez: los tacones de Mónica retumbando en el piso de madera; cada una de sus palabras, y la chaqueta color herrumbre -con ribetes de cuero bordó en puños y cuello-, volando hacia el sofá color crema. ¡Cada inútil detalle!
      La mente es la cosa más impresionable y obsesiva que existe, con excepción, quizás, del gato de mi madre, que es paranoico, y que puede pasar dos horas arañando el vidrio de una ventana hasta que alguien decide abrirle, antes que matarlo.  Un verdadero gato persistente.
Gracias a esa feliz comparación de mi mente de disco rayado con el gato maniático de mi madre, mi deambular tomó rumbo hacia su casa. Como mi progenitora vive en Piriápolis, si no lograba apagar el proyector mental, tenía asegurada por lo menos una hora más de cinta, rodando en mi pantalla interna, antes de llegar.
Era casi medianoche cuando golpeé en su ventana.  Mi madre se acuesta tarde y lee durante horas, o escucha la radio.
No se asombró para nada cuando me abrió la puerta.
¿              - Qué tal hijo?   ¿Te echó Mónica?   En el horno tienes pastel de carne, tiene pasas.  Me voy a seguir con mi libro que estoy atrapada en un nudo álgido.  Mañana charlamos.
      Así es mi madre.   Y yo ya pasé la edad en que me daba bronca cuando emitía, a boca de jarro y con total desparpajo, sus conclusiones. Ya no la tildaba de retrógrada o prejuiciosa.  Por un lado, porque casi siempre acierta, y por otro, porque supe que también el sol es retrógrado −hace siglos que, para nosotros, describe el mismo circuito en el espacio.  Así que le di un beso y me fui a la cocina a servirme pastel de carne, calladito la boca.
      Luego dudé entre acostarme –mi cama siempre está preparada en el altillo− o ir a dar una vuelta por el balneario. No tenía sueño. Mejor salir que quedarse dando vueltas entre las sábanas junto a mi mente-fonógrafo.
       La brisa fresca de la noche fue un alivio. Se ve que las comidas de las madres son una especie de milagro hecho al horno porque la película se había desdibujado en mi cerebro, y algo pude elucubrar con calma.  Mónica tenía razón.  El matrimonio estaba terminado hacía rato.  Solo una rutina de hábitos lo mantenía, y el engorro de encarar la separación de bienes. Nomás de pensar cuáles eran mis libros y cuáles los de ella, me daba fiebre.
      Bajé a la playa.  Me saqué los zapatos y guardé las medias en el bolsillo.  Caminé por la orilla; el agua estaba fría y los pies se me hundían en la arena. Me iba a resultar difícil seguir caminando.   Vi una roca que se extendía, mitad en el agua, mitad fuera, y me senté sobre ella.  La espuma de las olas brillaba y bailoteaba alrededor, como un fantasma travieso y el agua salada me salpicaba con su embate. Pronto me encontré con los bordes del pantalón empapado y comencé a sentir frío.
Sentí una puntada en el pecho. − Comí mucho pastel, o es la ansiedad −pensé.   La roca era grande y plana,  me acosté sobre ella para descansar un instante.  Arriba, la noche era un techo negro, insondable, que se me venía encima sin el alivio de una estrella.  A mi lado vi pasar un cangrejo, rozándome la cara.  Caminaba torpe, de costado y con cada ola se zarandeaba de un lado a otro.  Anda como yo –pensé−: medio idiota.  Refugiándome en casa de mamá, a mi edad.  Mejor te vas a la cama, Alfredito, -me dije- mañana lo verás todo más claro.  No sé de dónde, me llegaba un rumor opaco, un flash, flash, flash, de las olas que morían en la orilla y se alargaba en un zumbido efervescente.  Una niebla comenzó a envolverme.   Quise incorporarme, pero estaba como estaqueado a la roca, inmóvil. Después de un siglo  o un segundo, -no sé-,  pude volverme  para un lado,  y luego  para el otro,  con lentitud, con torpeza,  como el cangrejo,  manoteando  el aire.  No me podía despegar de aquella roca. Y esa brisa marina, tan densa, tan pegajosa, tan áspera.  La noche seguía oprimiéndome, me ahogaba, por momentos me invadía un sopor y la negrura circundante, me entraba a bocanadas.  Un pez boqueando.  El salitre dejaba en mi lengua, un rastro amargo.  Hasta que, de a poco, fui logrando desprenderme de la roca.  No sé cómo llegué a la casa, como un sonámbulo.  Me metí en la cama, congelado.  Las sábanas estaban tersas y olían al jabón que usa mi madre.  Mi cuerpo recobró calor y me fui quedando dormido, dentro de la luz blanca del alba.  El gato, rasgaba interminable sobre el vidrio:  flash, flash, alargando el chirrido con las uñas, y el cangrejo seguía -torpe- tratando de prenderse a la roca. Entre-sueños, oía los pasos de mi madre: flash, flash, arrastrando sus pantuflas en la noche, quizás, abría la ventana al gato, o tal vez fueran todavía las olas:  flash, flash…  El clamor del mar inundaba la habitación, insistente, sin pausa, mente- fonógrafo.
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        Eran las ocho de la mañana.  Sonó el timbre de la calle.  Berta, con el mate en la mano, fue a abrir la puerta, el gato salió como un bólido entre las piernas de los dos agentes de policía que aguardaban en el umbral.
        Buen día, señora, ¿Usted es la madre de Alfredo López?
        Buenas, sí, soy yo, Alfredo está arriba, durmiendo.  ¿Por qué?
        No señora, no se asuste, pero su hijo está en la clínica.
        ¿¡Cómo?! ¿Qué le pasó?
        No se inquiete, ya está bien, quedó en observación.  Unos muchachos lo encontraron en la playa de madrugada, medio desvanecido sobre una roca.
                           

 Segunda parte
                                                                         
      Se oyó una mezcla chillona del Bolero de Ravel, sonando en el bolsillo. Berta se despojó de los toscos guantes de jardín y los lanzó, junto con las tijeras de podar, al pie de sus rosas.
     ¿Sí?
     ¡Hace rato que te llamo al fijo y no me atiendes!
     Ah, buenos días Mónica, estoy en el jardín podando el rosal.
      ¿Alfredo está allí?  Desde ayer que lo llamo al celular y tampoco contesta.
     Estuvo una noche, hace como dos semanas, pero ya se fue.
     ¿Adónde?
     Lamento, Mónica, pero después que pasó de los cuarenta dejé de preocuparme por su paradero.
     ¡Guárdate tus ironías! Mi abogado tiene prontos los papeles de divorcio, tiene que venir a firmar.
     Bueno, pues aquí no está. Si lo llego a ver, le aviso.
      Berta cortó.  Metió el Celular en el bolsillo, calzó otra vez sus guantes y siguió ocupada en sus rosas.
“No seré yo la que te informe. ¡Bruja! ¿Quién sabe dónde fue? Él está bien, y es lo único que a mí me importa. No fue nada.  El médico − ¡qué tipo insufrible ese Marquitos! −  bolo histérico, dijo, así hablan ellos, ¡a saber! La mente: ¡cosa complicada!  Infarto no fue, así que… ya está. Le dieron el alta.  Yo tranquila.  Es un poco flojo, de carácter, digo. Demasiado pacífico. Como el padre.  Genes.  Yo soy otra cosa.  A veces me fastidiaba. Daban ganas de zamarrearlo. Pero esa loca de Mónica: “Mi abogado tiene pronto…¡Sí, ya sé lo qué tendrá pronto tu abogaducho!  Alfredo era el único que no se daba por enterado. ¿O sí? dejaba pasar. No sé. Sin sangre diría mi vecina, ¡qué sabe ella! después de todo es un buen chico.  Me fui corriendo a la clínica, allí todas las enfermeras me conocen. Lo encontré raro, como en otro mundo. Amnesia me dijeron las chicas.  Yo no me lo creo. Lo conozco.  Esa mirada de picardía, como cuando era niño y hacía alguna travesura.  Habló poco, menos que de costumbre, pero, ¡en fin! nunca fue muy charlatán. Después del alta, vino, levantó sus cosas, me dio un beso, me miró a los ojos con una mirada cómplice: “Confío en vos, −me dijo− no hay drama, estoy bien, solo te pido una cosa: no des información sobre mí” Y se fue.  Es cierto, en mi puede confiar y por regla general no hago drama ni doy información.  Una aprende con los años.

(Antes en la Clínica)

      Envuelto en penumbras, sentía como si estuviera caminando por una ruta desierta que no llegaba a ninguna parte.
No sabía dónde estaba ni porqué. Tenía la mente en blanco.
¡Qué interesante!  Una sensación que en algún momento de mi vida habría dado cualquier cosa por lograr: ¡dejar la mente en blanco! –como un buda−   Parar ese flujo de pensamientos torturantes que daba vuelta constantemente por mi cerebro. ¡Bueno, estas justo donde querías, −me dije al fin− con la mente bien blanquita!
       Se abrió la puerta de la sala y entró un hombre más o menos de mi edad, con una chaquetilla blanca encima de su camisa celeste. Traía una sonrisa de oreja a oreja y ese semblante de la gente que está tan complacida de sí misma, que no puede más.                                                                                                                 
     ¡Hola Alfredito!, ¿cómo estás hoy, mi viejo?
     Su tono era entre protector y canchero, como si me conociera de toda la vida, hasta me palmeó un hombro. Yo no tenía la menor idea de quién era. Murmuré un saludo y mi rostro revelaba el mayor desconcierto.  Él se alejó para mirarme fijo a la cara –cómo quién observa un cuadro de Dalí tratando de interpretar que demonios es – y luego exclamó triunfal: “¡Amnesia temporaria post traumática!”, tan contento como si hubiera descubierto la rueda.
      Mi mente – que hasta ese momento había permanecido blanca y dormida, se iluminó de un solo golpe y lo reconocí.  Retuve para mí, tanto la risa como el desagrado – ¡siempre el mismo Marcos, petimetre arrogante!, con su odiosa auto-complacencia a flor de piel que lo envuelve como si fuera papel de regalo.  Así que el botarate de la clase ahora es médico, −pensé− ¡pobre de sus pacientes!
Fue en ese preciso momento, viendo su expresión, cuando me tomó por asalto una repentina lucidez, como jamás en mi vida había experimentado antes. Viendo reflejado en su semblante esa convicción tan grande en mi amnesia, − me dije− ¡Qué  inigualable oportunidad de empezar de cero!,  con una mente sin memoria, inmaculada, dejando atrás el enorme peso de un pasado gris.  Y sin la menor hesitación, lo miré con mi cara más perpleja, y le dije.
      _  Perdón, ¿Nos conocemos?
    Fue así como quedó instaurada mi supuesta “amnesia post traumática”.  Y me fui a inventarme una vida, en base a mi virginal memoria foja cero.


Tercera parte

Renato Valdéz   (Acá no se precisa más)

   -     ¿¡Pero qué te dijo ese atorrante?! ¿Y no te reconoció, decís? ¡No puede ser!
    -    Mónica, te digo que no sabía quién era. Él mismo estaba irreconocible, con unos pantalones vaqueros rotosos, pescando en la orilla del mar, con los pelos enmarañados al viento y con el mate, que según vos, nunca tomó. Me miró como si yo fuera un extraterrestre y cuando le dije: “Soy abogado, nos vimos un par de veces y vengo de parte de Mónica”, me miró extrañado, entrecerrando los ojos y dijo: “¿Qué Mónica?  yo no conozco ninguna Mónica” – Y siguió recogiendo el Rell como si tal cosa.
        ¡Yo esto, no me lo puedo creer! −gritaba Mónica, taconeando fuerte de un lado a otro de la habitación. (Si, el taconeo era inherente en ella.)
        Pues créelo,  cuando fui a preguntar por él, al único boliche que hay abierto fuera de temporada,  me dijeron que llegó hace un tiempo, que no dijo de dónde y nadie se  lo preguntó,   que se llama Renato Valdéz,  que es “un tipo macanudo”,   que sabe pescar y  reparte lo que saca  con los demás,  que se hospeda en el Hostal El Nagual, que cuando no pesca  se la pasa  leyendo, o jugando  al truco acá mismo con los muchachos,  que no se mete con nadie y paga  “la vuelta” cuando le toca  y que  “acá no se precisa más”.

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