lunes, 24 de febrero de 2020

Que pase el que sigue

-Por favor Polibio ¿te fijarías cuántos quedan en sala?, ¡estoy muerto!
-Solo uno, doctor; pero... es de los "semi".
-Ay ¡por todos los dioses del Olimpo! Entonces sírveme una copita de néctar, antes de hacerlo pasar. ¿Cómo hace uno para lidiar con un semidiós?
Se creen inmortales y de pronto le tocás el punto débil ¡y se te muere como cualquier hijo de vecino!
 -¡Que pase el que sigue! -llama el enfermero, mientras retira (discreto) la copa vacía del escritorio.
-Tome asiento, amigo -dice el doctor mirando la ficha- ¿Así que usted es "el de los pies ligeros",  qué le anda pasando?
-Es mi pie izquierdo, doctor: cada tanto siento un pinchazo en el talón.
-Veamos... ¿Está descansando bien? ¿No se habrá pasado con la ambrosía?
-No doctor; ya escarmenté una vez que casi no me pude subir al caballo. Como todos saben soy guerrero de profesión.
-Bien, bien. Permítame hacerle unas preguntas antes de recurrir a la sangría; en todo caso las sanguijuelas me resultan bastante repulsivas. Cuénteme: ¿cuándo fue la última vez que sintió esa punzada en el talón?
-Lo recuerdo perfectamente: fue hace una semana en casa de mi madre.
-¡Ajá!  ¿Usted la visita muy a menudo? -a su madre, digo.
-Si claro, digamos que entre guerra y guerra; así que no paso ni una semana sin ir.  Y... ahora que lo pienso bien, siempre es en su casa que siento el mencionado pinchazo.
-¡Bueno, bueno, ahí tenemos una pista!
-Perdón doctor Hipócrates ¿no quiere echar una ojeada a mi pie? -dice Aquiles mientras amaga descalzarse la sandalia.
-No m'hijo, no precisa, este asunto no tiene que ver con lo físico. Es el típico trauma relativo al orígen. Viene  desde su primera infancia, diría.
-Pero doctor, el psicoanálisis aún no ha sido inventado; mire que aún  faltan  siglos  para que nazca Freud.
-Ya sé, ya sé, pero uno tiene sus secretitos -bajando la voz- a veces consulto al oráculo de Delfos, ¡pero no lo comente! 
-Quédese tranquilo, doctor: su secreto muere conmigo. Pero, en conclusión: ¿Cuál es mi problema?
-Su debilidad es el vínculo con su madre, sin ninguna duda.
-¡Pero doctor! ¿Ese no es el complejo de Edipo? ¡Le juro que a mi, con mi madre no me pasa nada, ni Zeus permita!
-No, no, su trauma es de otra naturaleza. Acá en la ficha, se especifica que usted nació mortal -como su padre- y que su madre lo sumergió en la laguna Estigia -para que fuese inmortal como ella- ¿cierto?
-Si, ella siempre andaba refunfuñando contra los genes mortales de papá.
-¡Bien! Como todos saben esas aguas inducen  al olvido, y yo -como padre de la medicina- le aseguro que a la larga lo que mata son los recuerdos (no la humedad, como dicen algunos) .
-Entonces ¡estoy salvado!
-Espere un poquito, amigo. La cuestión es que su madre, al sumergirlo lo tomó del talón, y éste permanecío seco ¿me capta?
-¿?
- Lamentablemente, su parte débil es ESE TALÓN. Dicho de otra manera: su debilidad es el punto de contacto con su madre. ¡Dilema resuelto!
-¡Cómo resuelto, doctor! ¿No me va a recetar ninguna panacea?
-Lamentablemente para los vínculos "madre-hijos" aún no se ha inventado nada, y con el rollo ese de "las constelaciones familiares" van a empezar recién en el siglo XXI. Estamos trabajando con un elixir que haga las cosas más llevaderas... pero lo  único que hemos conseguido  es algo parecido a lo que logrará en el futuro un tal George Ballantine en Escocia;  no más. 
-¿Y entonces, doctor, qué debo hacer con respecto a mi mortal talón? 
-Solo puedo darle un consejo: ¡Haga lo que sea para zafar de la guerra de Troya! y sobre todo: ¡Aléjese de Paris!

sábado, 22 de febrero de 2020

La taza de café

(Y el "momento eterno")



Llueve.
Una lluvia mansa, de esas que repiquetea suave y monótona en las lozas del patio y crea la ilusión de un sosiego que vino para quedarse. Unas gaviotas cruzan el aire gris con sus graznidos, y no hacen más que subrayar el silencio apacible. Un instante de eternidad impregnando el alma.
Tengo el fuego prendido y un libro apasionante. No me falta nada. Bueno  sí: ¡una taza de café!
Voy a la cocina, vierto el agua, pongo el café, y luego la cafetera encima de la hornalla encendida. Al rato el aroma delicioso se expande por el aire. Del aparador saco mi taza, esa roja y de loza no tan fina, que es la que me gusta porque llena mi mano sin quemarla.  ¡Qué maravilla de paz! Estoy a punto de sentarme entre almohadones, frente al fuego, desplazo la gata que siempre intenta robarme el lugar, y, de pronto, ¡un alboroto inconcebible me llega desde el jardín, colándose entre la cortina de lluvia, y rompiendo el hechizo!  Mi sobresalto no tiene consuelo: Alguien –con demasiado brío­- golpetea sus manos y luego la puerta, haciéndola temblar.
El instante de eternidad se hace añicos. Pero ¿a quién se le ocurre salir de casa bajo este diluvio?  A alguien muy inoportuno –me respondo. Y –sustituyendo cantidades iguales, veo a mi vecina, - Estrella- la que habla sin descanso, y que en su vida no ha leído  otra cosa,  más  que la revista “Hola”, cuando espera turno en la peluquería.  Ha sumando ahora a los golpeteos,  su voz de urraca afónica y  me  llama a los gritos: “¡Dorita, Dorita!”  -No fuera cosa que de golpe me hubiera quedado sorda.
Corro a abrir la puerta antes de que la eche abajo; y sin darme tiempo de  abrir la boca para preguntar quien ha muerto,  entra en la sala como una exhalación endemoniada,   sacude el paraguas sobre la alfombra como atacada del mal de san vito y me estampa un efusivo beso mojado, sobre la mejilla, mientras declama con jolgorio triunfal:
-¡Agradéceme! ¡Vengo a salvarte de tu soledad y a invitarte a un chocolate danzante  que hacen en el club!  ¡¿Qué otra cosa, ya me dirás, se puede hacer en esta tarde de perros!?
Y yo no solo siento como se evapora tristemente, aquel “instante de irrecuperable eternidad”, sino que mi ánimo –por alguna razón desconocida- se ha vuelto una alpargata abandonada bajo esa misma lluvia que aún persiste afuera, sosegada y nostálgica.
 Ahora, inundando mi universo, ha penetrado en mi sala un violento vendaval, y, no sólo me ha apagado, de un baldazo, el fuego que ardía en la estufa, sino que ha hecho huir despavorida a la gata, ha cerrado sin más, mi apasionante libro, y encima: ¡se ha tomado mi café!

miércoles, 19 de febrero de 2020

El paquete azul



                                 
                                                       
Casi la tenía olvidada, así que ver como aparecía y se sentaba frente a mí, fue un impacto.
Ella venía de afuera, del frío, pero dentro del Shopping te asfixiaba el calor. Yo estaba en la cafetería, tomando algo fresco. 
Ella dijo: “Hola”, y comenzó a quitarse la gruesa bufanda que traía enrollada al cuello, luego el viejo chaquetón, que acomodó en el respaldo de la silla, antes de sentarse.
No era elegante.
Era joven.
Yo la miraba hacer, con ojos asombrados del pasmo, como quien ve un fantasma.
Eso era.

—¿Que haces acá? -le pregunté, incrédula- (estoy segura de que ella notó mi azoramiento).
—Salí de compras. Te divisé de lejos y vine a acompañarte un rato. -mientras decía esto, se frotaba las manos para que entraran en calor.
—Si, claro...-murmuré pensativa, casi para mis adentros, viendo toda la parafernalia de abrigo que llevaba- antes uno pasaba frío cuando salía de compras en invierno, caminabas a la intemperie, no existían los Centros comerciales.
 Parece mentira que habiendo sido tan íntimas el trato resultara tan forzado, como para tener que hablar del tiempo. Debe ser el famoso salto generacional -pensé. Para mi han pasado los años, y ¡tantas cosas! Para ella el tiempo se había detenido, congelado como en una foto vieja.
—Cierto, además ahora vas en auto –dijo-, pero si recuerdas, el mío se lo lleva siempre mi marido, con el asunto del trabajo, -emitió una breve risa sardónica-
—Si, cambian las cosas cuando uno se divorcia, pero no vayas a creer que es la panacea. 
—No empieces con las quejas porque se te ve bien.
—¡Bien!  ¿Cómo puedes decir eso?  ¡Veinte años más vieja nunca puede ser bien!
Y menos si supieras las cosas que pueden pasar en veinte años -pensé- pero no dije nada.
—Al menos ¿aprendiste algo? -dijo con una reticencia que me cayó como una patada en el hígado- Ya conoces el refrán: “El diablo sabe por diablo...”
—Creo que algo habré aprendido - le contesto entre dientes- aunque preferiría mil veces seguir siendo ignorante, como vos, -rematé implacable.
—Ah ¡gracias! ¿y desde cuando la ignorancia te parece algo bueno? -me lo dice sin ironía, sin mostrar alteración alguna, (adivino que piensa): “Y bueno, disculpemos sus exabruptos, es que se ha hecho mayor.”
—Mira, a veces, cierta clase de ignorancia, por lo menos en algunas materias, resulta ser sinónimo de inocencia, y siempre es cosa buena ser inocente en algo. Mi parrafada de cátedra tuvo un sabor muy añejo.
—Por supuesto, ¡no estoy de acuerdo! -dijo muy convencida.
 Así era ella. Las cuatro cosas que sabía las tenía muy claras, y decirle que algún tipo de ignorancia podía resultar buena, era una ignominia atroz para ella, por lo menos en aquellos tiempos. No podía reprocharle. Cuando se es joven y con la mirada límpida todo parece diáfano.
Pero... quería advertirle de la relatividad de las cosas: que después del día viene la noche, ¡qué se yo! avisarle. Pero es imposible: está prohibido. Además: ¿Para qué?  Si el tiempo ya se encarga.
 Ella en ese momento era feliz, de algún modo, con esa dicha que te da la vida en algún momento, como un crédito, ¡que luego te hace pagar con creces!
Creía que mantendría por siempre no sólo los objetos, sino todo su mundo, ese universo conocido, amable y valioso que ahora tenía. Yo hubiera querido que fuera así, que conservara sus costumbres, sus modos de vida, sus muebles, sus amigos, cada grande o pequeña cosa, ¡todo!
 En ese instante experimentaba sentimientos contradictorios hacia ella: envidia y pena. Me da vergüenza, pero es así.
—¿Tus hijos? –le pregunto- Y por dentro siento como un veneno intenso me disuelve las entrañas.
 —Divinos... –contesta ingenua y blanca- La mas chica recién empieza la escuela, la grande en tercero de Facultad y el varón terminó preparatorios. Todavía no sabe qué va a estudiar, primero quiere hacer un viaje.
¡Qué viaje harán todos! –pensé -pero me callé la boca, y el veneno seguía comiéndome por dentro.
En su lugar, me encontré diciendo –¿No piensas qué hacer con tu vida cuando ellos vuelen?
 —Falta mucho para eso, ya veré...
 —Eso no es muy racional –apenas lo dije me arrepentí, yo sabía que los   divagues de la razón pueden ser muy rastreros a veces.
 —Me importa muy poco lo racional. En este momento estoy muy ocupada con los sentimientos instalados en mi vida que siempre son más importantes que las razones.
Eso sí, esencialmente estaba de acuerdo con ella. Las argumentaciones de la razón son falaces, tanto pueden convencernos de una cosa, como de lo contrario. La razón es el político corrupto, que todos llevamos dentro. Sin embargo, insistí:
—¿Tendrías una razón para vivir sin tus hijos?
 Lo dudo -contestó firme- Además, ¿por que me salís ahora con toda esa                 prosopopeya?, no es momento. Y te digo más, las dos sabemos que la razón no es fiable: la de un sabio podrá producir sabiduría, pero la de un estúpido, quizá una reverenda estupidez, así que por el momento dejemos los análisis racionales, ya habrá tiempo; ahora estoy muy ocupada en vivir.
En ese momento sentí como se iba acercando una ola enorme que daría vuelta todos los conceptos y los pondría patas arriba.
—Bien –le dije, y pensé que ya estaba bien de masoquismo por hoy- siempre podrás inventarte otra vida, llegado el caso. Y en mi voz se notaba bastante vida inventada.
Ella me miró unos instantes en silencio.  Comprendió. Porque la esencia nunca cambia.  Sentí que ya se quería marchar, quizás a seguir con su vida. La de antes. Yo, sin opción, me quedaba en la de ahora.
—Me voy porque tengo mil cosas que hacer -dijo- me alegro de haberte visto. Después de todo no es tan malo seguir inventándose. Con un poco de amor, y suerte…-dejó la frase sin terminar-
Yo también comprendí. Seguí tomando mi jugo de naranja. Estaba amargo.
Ella se levantó, sacó la chaqueta gastada, del respaldo de la silla –la misma que yo conocía tan bien- se la puso; luego comenzó a enrollarse la gruesa bufanda en torno al cuello, como antes, como siempre. Yo sentía cómo se iba apretando en mi propio cuello hasta casi cortarme la respiración. Quise decirle que también me alegraba de verla, pero no pude, no sé si a causa de la gruesa bufanda, o del silencio oscuro que me tapó la boca con un nudo de nostalgia, o rabia, o la suma de ambas, de lo cual no tengo ni idea qué resulta.  Una especie de vacío en el alma, frente a esa imagen del pasado que venía a visitarme, ¿A santo de qué? ¡Por Dios!
Antes de irse, sacó un gran paquete azul del bolso, y lo extendió hacia mí, en una actitud solemne, que me pareció demasiado afectada, o más bien patética. Si. Creo que Ana siempre fue un poco patética, o tal vez, con el transcurso del tiempo, yo me había revestido de sarcasmo, para disimular esa nostalgia ácida que me producía el encuentro con ella. El sarcasmo es el vestido, que suele usar la frustración para ocultar su desnuda miseria.

Dejó el envoltorio encima de la mesa, y quiso ensayar una sonrisa como despedida. No le salió.
—Este paquete es tuyo, me dijo antes de desaparecer, creo que me llegó por error, por eso no lo abrí, tú tendrás que hacerlo, tienes veinte años por delante, para ir analizando su contenido, ya que te gusta analizar. -no había sarcasmo en el tono de su voz. Aún era inocente.
Y se fue.
Quedé un rato con los ojos perdidos, viendo alejarse esa silueta mía de ayer, que se iba difuminando en el pasado: veinte años más joven, con menos carga, con mi chaqueta vieja: la de siempre, con mi bufanda gruesa: la de antes; pero sin paquete.
¡El paquete azul es todo mío!

————————————


Querido lector: ¿Tú también tienes un paquete azul? 
Te cuento lo que yo hice con él: Lo abrí, lo analicé por dentro y por fuera, lo investigué de arriba a abajo. Por años. Cuando quedé agotada, lo cerré de nuevo, lo até bien fuerte y lo mandé hacia arriba, muy alto, para que alguien que pueda con él, lo reciba. Y fui libre. 
Te deseo que tu también lo sueltes.




                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                  

viernes, 14 de febrero de 2020

Maravillosa primavera

Queridos amigos lectores, después del último cuento, (que es de llorar, ya que todos tenemos una madre), les dejo este, que si bien también trata de madres, espero de corazón que puedan sonreír. (Mi querida sobrina Rossana Taddei tiene un disco con ese título: "Poder sonreír"    Espero me manden sus comentarios para establecer diálogo. Gracias!



A las siete en punto el televisor se encendió con volumen alto, haciendo abrir un ojo a Morfeo Bólido que, de esta manera indigna comenzaba su día.
A veces tenía suerte y la pantalla cobraba vida -no él- en medio de la prédica monótona de algún político; cosa que le daba la oportunidad de disfrutar unos minutos más de ese sopor placentero al cual era sumamente adepto.
Luego, -y ya casi en plena vigilia- buscaba las zapatillas debajo de la cama, con una paciencia digna de Job, y montado en ellas reptaba hacia la ducha, para completar allí su toma de conciencia, que no era mucha.
Mientras; en la cocina, Rosita, la madre de Morfeo; preparaba un espléndido desayuno para su vástago -de treinta años- con gran diligencia.
Ninguna Ley de Correspondencia se hizo cargo que a tal dinámica madre, correspondiese tan lerdo hijo.
Rosita, una dama cincuentona larga, que lucía de maravillas, -gracias al favor de los hados, ya que se mantenía virgen del esteticista-, esperaba que su niño tomara las riendas de su vida, de una buena vez; para ella poder correr con la suya -ya que es harto difícil correr con dos vidas encima de los hombros a cierta edad. Convengamos que nunca es fácil cargar con otro ser humano, a no ser que este sea un bebé, y aún así, hemos inventado el carrito con ruedas para ellos.
Por su parte, Morfeo no tenía el menor apuro de tomar su vida a cargo, incluso la dejaba a menudo en un cajón de la oficina, para no tener que lidiar con ella, por tal motivo totalmente lógico, su semejanza con protagonista de película de zombies, era habitual.,
Hasta que un día llegó la primavera, ¡no hay quién se salve de ella!, y todo comenzó a reverdecer y brotar, con abrumadora celeridad.
Morfeo se enteró del hecho, un día que andaba medio espabilado, con su vida a cuestas, (había olvidado guardarla en el cajón).
Arboledas tristes y desnudas hasta ayer, ondeaban al viento sus verdes frondas; ¡todo transformado, en menos de lo que canta un gallo!
También las hormonas de Morfeo, que gracias a la primavera le había tomado el gusto a andar siempre con su vida puesta.
Todo fue muy rápido.
Conoció a Graciela un día que iba con los vientos primaverales a todo trapo, y el romance fue drástico y de alquilar balcones. Nada más que hablar.
Después de una semana en casa de Graciela -un mono-ambiente de tres por cuatro, que para ir al mini-baño había que saltar con garrocha sobre la cama,  de plaza y media que ocupaba el recinto de pared a pared,  decidieron que se mudarían al departamento de Morfeo; es decir de la mamá de Morfeo.
Acá surgía el escollo. Graciela era una chica sensata: dijo que no iba a vivir con su suegra, así la amenazaran a garrote vil. ¡Antes me atarán al potro! -Dijo.
 Morfeo, el zombi reanimado, prometió hablar con mamá para que se buscara vivienda. ¿Vieron que tan espabilado aún no estaba?
-Mira mami, el apartamento no es lo bastante grande, y Graciela, ya sabes cómo son las chicas ahora… Después vienen los bebés, en fin…
Morfeo sudaba tinta china. Por muy torpe que fuera. ¿Con qué cara se le dice eso a la madre de uno? -más teniendo en cuenta un leve detalle: ¡que dicho inmueble es de mamá!
Pero la dulce Graciela, harta de saltar sobre la cama de plaza y media, para ir al baño, le dio el ultimátum: —ya sabes querido, ¡Es tu madre o yo!
El pobre Morfeo tuvo que decidirse a actuar con energía ya que ahora, desde que llevaba su vida consigo a todas partes, no tenía excusas para aplazar.
Estaba resuelto.
Entró al departamento de mamá y cerró la puerta tras de sí. Aunque venía del calor de la calle sintió que un frío sudor descendía por su espalda. Sabía que inmediatamente aparecería doña Rosita a decirle que su comida preferida estaba pronta sobre la mesa de la cocina.
Se quitó la chaqueta de oficinista y ya la iba a lanzar hecha un estropajo sobre el sofá, cuando se dio cuenta que, ¡ya no había sofá… ni mueble alguno! Corrió a la cocina: allí tampoco estaba la mesa, ni la comida, ni nada. Recorrió desolado el apartamento idem.
Tampoco apareció Doña Rosita por ningún lado. Sólo una nota sobre la mesada de la cocina apretada bajo un vaso para que no se volara.
—Al menos quedó un vaso -pensó Morfeo.  Se sirvió agua de la canilla y se la tomó de un trago antes de leer.
“Querido hijo: Como hace una semana que no vienes por aquí, no he podido comentarte mis planes, ¡ha sucedido todo tan rápido! ¡Creo que es la primavera! Me he ido de luna de miel con Don Antonio, el del 103, a las islas Tonga en el Pacífico Sur. Estamos muy contentos, todos opinan que formamos una linda pareja. Te mandaré una postal. Deja la llave al portero, él ya sabe. Tu ropa la mandé a casa de tu tía Ernestina.   Ah, lo olvidaba; vendí el apartamento, los nuevos dueños se mudan en 15 días.  Un abrazo: Mamá”

¿No es maravillosa la primavera?

miércoles, 12 de febrero de 2020

Adiós Mariposa

Mariposa : Daniela Cigale (http://danielalista.blogspot.com/)

Cargué el equipaje en el auto mientras ella seguía rebuscando cosas en su cartera.
-¿Qué buscás mamá?
-Las llaves, nena, las llaves…
- Las  pusiste en el bolsillito interior del gabán, el que tiene cierre.
-¡Ah sí, es cierto! ¡El paraguas, nena, el paraguas!
-Ya está en el auto mamá;  vamos que vas a perder el ómnibus.
Por fin se sentó en el auto. Me vuelve loca. La adoro pero me vuelve loca. Gracias al cielo vive a trescientos kilómetros de mi casa y odia los ómnibus. De todas maneras tiene teléfono, celular, internet y toda la parafernalia con la que hoy en día te puede atosigar una madre como ella; y se maneja bastante bien, aún si todos los días debe llamarse  a sí misma desde el fijo, para ubicar al otro.
Yo iba atenta al tráfico y ella seguía. –“Y abrígate Alicia, haceme el favor mirá que siempre andás medio desnuda y la garganta… siempre fuiste un  poco delicada, desde chica…” –¡Mamá por favor que tengo treinta y ocho años!
Mientras el ómnibus se alejaba, ella desde la ventanilla me hacía adiós. Su mano me pareció una mariposa mustia agitándose en el viento y su sonrisa, casi triste;  me oscureció la tarde. Percibí de golpe, los años amontonados sobre su imagen que se alejaba y se hacía mas  borrosa,  y una angustia atroz  subió por mi  garganta, –esa,  que ella tanto había cuidado del frío cuando era una niña delicada. Ahora, un escalofrío sutil recorría mi espina dorsal a pesar de que la tarde caía en un anochecer de verano.
    En el trayecto de vuelta a casa,  parecía otra persona la que se había subido al auto. Y era cierto: cuando una  toma real conciencia de algo, ya nunca vuelve a ser la misma.  La imagen de una mariposa mustia siguió agitándose  en mi mente, como una letanía insufrible, como esas tonaditas que a uno se le pegan y por más esfuerzo que haga de pensar en otra cosa, apenas se descuida vuelve una y otra vez a ocupar todo el espacio mental. 
Las pequeñas irritaciones que se habían producido en la convivencia durante una semana con mi madre, se habían evaporado por arte de magia y en su lugar había quedado la angustia de esa mariposa  ajada, agitándose leve, en las últimas horas de  aquel atardecer estival.
Llegué a mi casa, y aunque estaba exhausta; como una abejita trabajadora me puse a ordenar todo lo ordenable  -cualquier cosa para alejar de mi mente la imagen que me atormentaba.
Luego me dí una ducha bien caliente, para ver si lograba sacarme esa especie de frío interior que me había embargado y que no coincidía para nada con la temperatura externa.
Me preparé una taza de tilo,  a ver si con eso alejaba mis pensamientos agoreros. Y me acosté.
A pesar de todos los pesares, como estaba agotada me quedé dormida inmediatamente.
De pronto, un zumbido muy fuerte dentro de mis oídos hizo que despertara con sobresalto. Era un sonido de abejas que volvían a casa desde campos remotos, cruzando túneles de verano hacia una maravillosa oscuridad.
Me levanté intrigada y descalza fui hasta la cocina, desde donde provenía el zumbido. 
Allí estaba mi madre, parada frente al fogón, cocinando en su vieja sartén, aquella, la de fondo de hierro; y el zumbido salía de ella junto a ese delicioso aroma característico de los condimentos que sólo ella usa.
-Pero mamá ¿Qué hacés acá?
-Ah, m’hija, te vi tan triste que me bajé del ómnibus. Vine a hacerte aquel omelet de queso,  que tanto te gustaba de chica, a ver si te alegras un poco.
- No mamá, no; dejá eso, es de madrugada y no tengo ni pizca de  hambre; vení, mejor hablemos, ¡hay tantas cosas que quiero decirte! y tengo la sensación de que no me va a dar el tiempo.
-Ah sí el tiempo, el tiempo, el tiempo…
Mientras iba diciendo esas palabras vi consternada cómo mi madre se iba elevando en medio de la oscuridad y se iba transformando en una gran mariposa mustia.
-¡No, mamá, no te vayas! Esperá un poco, tenemos que hablar.
Ella seguía subiendo y se iba haciendo cada vez más borrosa.
-Ya quisiera esperarte –decía con la voz cada vez más lejana– pero… querida, no queda tiempo, las mariposas sólo viven un día.
No podía dejarla ir. No sin antes hablar. No podía quedarme con tantas palabras silenciadas dentro de mí. 
Comencé a hablarle atropelladamente; a decirle lo que ella significaba para mí. Los recuerdos de la infancia fueron brotando como ríos que desbordaban e inundaban toda la cocina. No sabía si ella podía escucharme pues había salido por la ventana y seguía elevándose con su figura de mariposa mustia, rumbo a una luna sonriente que parecía esperarla.
 Yo empezaba a desesperarme por miedo a no poder hacerle llegar las palabras que se agolpaban en mi garganta. Entonces, inesperadamente sucedió. A medida que esas palabras salían de mi boca, se iban convirtiendo  en luciérnagas luminosas que se iban volando hacia la luna, a través de la oscura brisa estival, junto a mi madre.                 


Inspirado en este hermoso poema de Pablo Neruda :

Mariposa de otoño.

La mariposa volotea
Y arde –con el sol– a veces.

Mancha volante y llamarada,

Ahora se queda parada

Sobre una hoja que la mece.

Me decían: –No tienes nada.
No estás enfermo. Te parece.

Yo tampoco decía nada.

Y pasó el tiempo de las mieses.

Hoy una mano de congoja
Llena de otoño el horizonte
Y hasta de mi alma caen hojas.


Me decían: –No tienes nada.
No estás enfermo. Te parece.

Era la hora de las espigas.
El sol, ahora,
Convalece.

Todo se va en la vida, amigos.
Se va o perece.


Se va la mano que te induce.
Se va o perece.



Se va la rosa que desates.
También la boca que te bese.

El agua, la sombra y el vaso.
Se va o perece.

Pasó la hora de las espigas.
El sol, ahora, convalece.

Su lengua tibia me rodea.
También me dice: Te parece.

La mariposa volotea,
revolotea,
y desaparece.