Llueve.
Una lluvia mansa, de esas que repiquetea
suave y monótona en las lozas del patio y crea la ilusión de un sosiego que vino
para quedarse. Unas gaviotas cruzan el aire gris con sus graznidos, y no hacen
más que subrayar el silencio apacible. Un instante de eternidad impregnando el
alma.
Tengo el fuego prendido y un libro
apasionante. No me falta nada. Bueno sí:
¡una taza de café!
Voy a la cocina, vierto el agua, pongo el
café, y luego la cafetera encima de la hornalla encendida. Al rato el aroma
delicioso se expande por el aire. Del aparador saco mi taza, esa roja y de loza no tan fina, que es la que me gusta
porque llena mi mano sin quemarla. ¡Qué
maravilla de paz! Estoy a punto de sentarme entre almohadones, frente al fuego,
desplazo la gata que siempre intenta robarme el lugar, y, de pronto, ¡un
alboroto inconcebible me llega desde el jardín, colándose entre la cortina de
lluvia, y rompiendo el hechizo! Mi
sobresalto no tiene consuelo: Alguien –con demasiado brío- golpetea sus manos y
luego la puerta, haciéndola temblar.
El instante de eternidad se hace añicos. Pero
¿a quién se le ocurre salir de casa bajo este diluvio? A alguien muy inoportuno –me respondo. Y
–sustituyendo cantidades iguales, veo a mi vecina, - Estrella- la que habla sin
descanso, y que en su vida no ha leído
otra cosa, más que la revista “Hola”, cuando espera turno en
la peluquería. Ha sumando ahora a los
golpeteos, su voz de urraca afónica y me llama
a los gritos: “¡Dorita, Dorita!” -No
fuera cosa que de golpe me hubiera quedado sorda.
Corro a abrir la puerta antes de que la eche abajo; y sin darme tiempo
de abrir la boca para preguntar quien ha
muerto, entra en la sala como una
exhalación endemoniada, sacude el paraguas sobre la alfombra como atacada del mal de san vito y me estampa
un efusivo beso mojado, sobre la mejilla, mientras declama con jolgorio
triunfal:
-¡Agradéceme! ¡Vengo a salvarte de tu soledad y a invitarte a un chocolate danzante que hacen en el club! ¡¿Qué otra cosa, ya me dirás, se puede hacer
en esta tarde de perros!?
Y
yo no solo siento como se evapora tristemente, aquel “instante de irrecuperable
eternidad”, sino que mi ánimo –por alguna razón desconocida- se ha vuelto una
alpargata abandonada bajo esa misma lluvia que aún persiste afuera, sosegada y
nostálgica.
Ahora, inundando mi universo, ha penetrado en
mi sala un violento vendaval, y, no sólo me ha apagado, de un baldazo, el fuego
que ardía en la estufa, sino que ha hecho huir despavorida a la gata, ha cerrado
sin más, mi apasionante libro, y encima: ¡se ha tomado mi café!
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